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Experiencia en primera línea como psicólogo en atención primaria durante COVID-19 y ETA en Guatemala

Experiencia en primera línea como psicólogo en atención primaria durante COVID-19 y ETA en Guatemala

Aníbal Pérez

Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social de Guatemala

Email: wpwrez@mspas.gob.gt

Primera experiencia: pandemia COVID-19

Resulta inquietante saber que los que en su momento consideramos poder conocer, dominar y trabajar de forma magistral en un escritorio de oficina, se vuelve insignificante, máxime cuando nos enfrentamos con la atención en primera línea. Esto acontece cuando en algún momento llega la llamada para dar atención ante una emergencia mundial, como la declara por la Organización Mundial de la Salud en marzo de 2020, y emerge lo incierto, la zozobra, lo desconocido, lo que todos hablan, pero nadie sabe. La demanda consistía en recibir a grupos de deportados que llegan a su país con el dolor de dejar en USA, la vida que estaban construyendo, familia, amigos, trabajo, y ahora se enfrentan con las condiciones de su país de origen sin trabajo, vivienda, amigos, ni familia. En su lugar, hay recintos de personas aisladas, de las cuales no se conoce el diagnóstico médico.

Pienso en mi interior ¿De quién cuidarme? ¿De quién no? ¿A quién darle la mano ¿A quién no? Se trata de estar donde nadie quiere estar, recluido en un recinto con la única esperanza de no resultar positivo en la prueba diagnóstica del próximo día.

¿Después de eso qué? Seguir trabajando día a día con personas desconocidas, con personas que creen que uno es el “malo de la película”, porque uno es parte del gobierno, por ser un servidor público. Me observan como “uno más”, alguien que es ajeno al dolor, que es ajeno al peligro latente de ser contagiado. Me miran como si no tuviera una familia que cuidar y a la cual proveer el sustento diario, pese al temor mundial que uno tenía por medios de comunicación oficial y no oficial, medios amarillistas, que solo desean desinformar algo que era nuevo para todos.

No quedaba más opción que seguir, tocaba “sacar la casta”, ponerse la indumentaria necesaria: gorro, lentes, careta, guantes, bata, zapatones. Solo con mucho esfuerzo se podía caminar con toda esa indumentaria, con el sudor corriendo en la frente y sin poder limpiarlo debido a la lente de protección. Ardían los ojos de tanto sudor, era incomodo, frustrante, y además de saber que las personas no recibían con agrado el esfuerzo del psicólogo al intentar inyectarles positivismo, energía, saber que estaban en resguardo para evitar que se contagiasen en la calle. Allí, en el albergue, tenían comida, sanitario, duchas, y camas. Tenían todo lo necesario, lo que en la calle definitivamente no iban a tener.

Pese a la inconformidad, era necesario reconstruirnos como servidores, como profesionales de la salud mental, como seres humanos integrales con temores, errores, aciertos y desaciertos, como se dice, con resiliencia. Pero cómo poder iniciar de cero, cuando ya se habían ido familiares, amigos, familiares de compañeros de trabajo e incluso compañeros de trabajo que no ganaron la batalla, compañeros que vimos al inicio de la pandemia luchando hombro a hombro, compañeros que no volvimos a ver, y lo único que se llevaron fue nada mas que un “aplauso de reconocimiento”.

Segunda experiencia: Huracán Eta en Quiché

Definitivamente la vida del salubrista está hecha de experiencias que van más allá de las prácticas universitarias. Como servidores públicos, en algún momento debemos dejar los escritorios de oficina para llegar al lugar de los hechos, con la finalidad de realizar un trabajo humanitario, que en esta nueva situación consistía en atender a las personas sobrevivientes de la tragedia, personas que perdieron vivienda, familias completas, amigos y conocidos de la comunidad. Se llega al lugar de los acontecimientos con la intención de hacer una intervención que pudiera brindar un aliciente a los afectados. Sin embargo, no se contaba con algo tan particular, una barrera que no se tenía contemplada: la barrea del lenguaje. Pero se trata de una barrera donde el agente de salud, el trabajador, llega un lugar donde no se acopla a lenguaje de la comunidad, es decir, se encuentra con la barrera lingüística: ¿Cómo comunicarse con la población? ¿Cómo motivar? ¿Cómo implementar la ayuda humanitaria cuando no podemos comunicarnos en la lengua nativa de la comunidad?

Sin embargo, entendí que el llanto es un lenguaje universal, no me podía comunicar con las personas verbalmente, pero si entendía su dolor, sí entendía la tragedia, vi el dolor en sus ojos y ellos sabían que mi intención era aportar, era ayudar y en las miradas entrelazadas pudimos crear un puente de comunicación, de solidaridad. Un puente que no entiende de idiomas, porque el único idioma era el dolor, el sufrimiento y el querer ayudar.

¿Cómo no llorar ante tanta desgracia? ¿Cómo no tener empatía? Cómo lograrlo, cuando en nuestra formación académica nos enseñan a no implicarnos con la comunidad que está afectada. No fue posible aplicar la distancia y neutralidad, pues estamos hablando de personas que pesé a su condición aun esperaban algo de la “gente que llega desde Guatemala”. Por suerte, finalmente se supo que una de las lugareñas hablaba y entendía a la perfección el idioma español, ella apoyó la causa, siendo traductora del mensaje que necesitaba dar a los sobrevivientes de la comunidad.

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Experiência de linha de frente como psicólogo de atenção primária durante a COVID-19 e a ETA na Guatemala

Primeira experiência: pandemia de COVID-19

É perturbador saber que aquilo que antes considerávamos capaz de entender, dominar e trabalhar com maestria em uma mesa de escritório se torna insignificante, especialmente quando enfrentamos cuidados de linha de frente. Isso acontece quando o chamado para responder a uma emergência global, conforme declarado pela Organização Mundial da Saúde em março de 2020, vem à tona, e a incerteza, a ansiedade e o desconhecido emergem — aquilo sobre o qual todos falam, mas ninguém sabe. A demanda era acolher grupos de deportados que chegam ao seu país com a dor de deixar para trás a vida que construíram nos EUA — família, amigos e empregos — e agora enfrentam as mesmas condições de seu país de origem, sem trabalho, moradia, amigos ou família. Em vez disso, há recintos para indivíduos isolados cujos diagnósticos médicos são desconhecidos.

Penso comigo mesmo: de quem devo cuidar? De quem não? Com quem apertar a mão? Quem não deve? Trata-se de estar onde ninguém quer estar, confinado em uma unidade com a única esperança de não testar positivo no dia seguinte.

Depois disso, o que? Continuar trabalhando dia após dia com estranhos, com pessoas que acreditam que você é o “bandido” porque faz parte do governo, porque é um servidor público. Eles me veem como “apenas mais uma pessoa”, alguém que não sente dor, que não percebe o perigo latente de ser infectado. Eles me olham como se eu não tivesse uma família para cuidar e prover diariamente, apesar do medo mundial que se tem da mídia oficial e não oficial, da mídia sensacionalista, que só quer desinformar sobre algo que é novo para todos.

Não havia outra escolha a não ser continuar, era hora de “mostrar nossa coragem”, colocar o equipamento necessário: chapéu, óculos, máscara, luvas, avental e galochas. Somente com muito esforço era possível andar com todas aquelas roupas, com o suor escorrendo pela testa e sem conseguir enxugá-lo por causa das lentes de proteção. Os olhos deles ardiam de tanto suor, era desconfortável, frustrante, além de saber que as pessoas não recebiam bem os esforços do psicólogo para injetar positividade e energia neles, além de saber que estavam seguros de serem infectados na rua. Lá, no abrigo, eles tinham comida, banheiros, chuveiros e camas. Eles tinham tudo o que precisavam, o que definitivamente não teriam na rua.

Apesar do descontentamento, era necessário nos reconstruirmos como servidores, como profissionais de saúde mental, como seres humanos integrais, com medos, erros, sucessos e fracassos — como dizem, com resiliência. Mas como podemos começar do zero quando familiares, amigos, familiares de colegas de trabalho e até mesmo colegas que não venceram a batalha já foram embora? Colegas que vimos lutando lado a lado no início da pandemia, colegas que nunca mais vimos, e tudo o que levaram consigo foi nada mais que uma “borracha de aplausos”.

Segunda experiência: Furacão Eta em Quiché

A vida de um profissional de saúde é, definitivamente, feita de experiências que vão além dos estágios universitários. Como servidores públicos, em algum momento precisamos deixar nossas mesas para chegar ao local do incidente, a fim de realizar trabalho humanitário. Nessa nova situação, isso incluiu cuidar dos sobreviventes da tragédia, pessoas que perderam suas casas, famílias inteiras e amigos e conhecidos na comunidade. Chegamos ao local com a intenção de realizar uma intervenção que possa proporcionar alívio aos afetados. Porém, algo tão particular não foi levado em conta, uma barreira que não havia sido contemplada: a barreira do idioma. Mas é uma barreira onde o agente de saúde, o trabalhador, chega num lugar que ele não consegue se adaptar à língua da comunidade, ou seja, ele encontra uma barreira linguística: como ele consegue se comunicar com a população? Como motivar? Como podemos implementar ajuda humanitária quando não conseguimos nos comunicar na língua nativa da comunidade?

No entanto, entendi que o choro é uma linguagem universal. Eu não conseguia me comunicar com as pessoas verbalmente, mas eu entendia a dor delas, eu entendia a tragédia. Eu vi a dor nos olhos deles, e eles sabiam que minha intenção era contribuir, ajudar. Através dos nossos olhares entrelaçados, conseguimos criar uma ponte de comunicação e solidariedade. Uma ponte que não entende línguas, porque a única linguagem era a dor, o sofrimento e a vontade de ajudar.

Como não chorar diante de tanta desgraça? Como podemos não ter empatia? Como podemos conseguir isso se, em nossa formação acadêmica, somos ensinados a não nos envolver com a comunidade afetada? Não foi possível aplicar distância e neutralidade, porque estamos falando de pessoas que, apesar de sua condição, ainda esperavam algo das “pessoas que chegavam da Guatemala”. Felizmente, descobriu-se que uma das moradoras falava e entendia espanhol perfeitamente e apoiou a causa, servindo como tradutora da mensagem que precisava ser transmitida aos sobreviventes da comunidade.

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